11 de Febrero 2020
Paseo por las calles como en una nebulosa. No miro al suelo. Sólo dejo que me distraigan los olores que emanan de las casas, de los parques, de las aceras...
Por la noche, en mis atropellados paseos con Milka, me hipnotiza el olor a huevos fritos, a leña de estufa y chimenea, a coliflor hervida.
Y por las mañanas, en mis precipitados domicilios de última hora. Ávida por terminar el trabajo y volver a casa, juego a adivinar lo que comerán ese día los vecinos , a identificar los olores que se escapan por las puertas, ventanas, ascensores...mientras mis tripas reclaman su cuidado.
Un azote brutal al atravesar el pequeño parque cercano al Centro de Salud. Época de preparar la primavera. Montañas de estiércol preparado para ser diseminado y expandido por los jardines colindantes.
- ¡Menuda bofetada!- Espero que el olor no se cuele por las indiscretas rendijas de las paredes ni enturbien el sabor del caldito caliente de la comida.
La casa de Milagros, como un milagro. Impoluta por fuera, como si nadie la habitara, como si el polvo también hubiera decidido escapar de tanta tristeza.
Mierda de duelo eterno!.
Nunca se resuelve la pérdida de una hija. ¡Nunca!
Por mucho que disfraces el sufrimiento en miles de dolores ilocalizables en tu geografía corporal. Por mucho que intentes disimular, con cientos de ambientadores y perfumes dispersos por toda la casa, el olor rancio y caduco de los últimos cigarrillos encendidos. Por mucho que las fotos alienadas en la gigante mesa del comedor, expongan caras luminosas de niños sonrientes, en días de sol y playa... no pueden ocultar que la mesa señorial hace mucho que no se usa. Que nadie se sienta a su alrededor, que nadie cambia las fotos ni las observa. Que su presencia duele ...
¡cualquiera tiempo pasado fue mejor!
Que ya he aprendido que antes de verte tengo que enfrentarme a mis miedos y angustias. Al agotamiento. Al no puedo más. A entender cómo se vive arropada en la cama, las persianas bajadas, los ambientadores a toda potencia. La cara llorosa. Las manos temblorosas. Enfrentarme a un ficticio dolor físico que no llega a ser suficiente para anestesiar el dolor del alma.
Una hija perdida.
En plena juventud.
En plena belleza.
En plena vida.
Y no. No hay pastillas, por mucho que las mezcles, las cambies, las amontones. Te las tomes solas o acompañadas que aminoren la tristeza de tu corazón.
No tengo palabras. No tengo argumentos. No tengo respuestas ni soluciones. Pero te calma mi fonendo en tu corazón alborotado. Como si una corriente de energía te traspasara y te permitiera hablar. Respirar. Descansar.
Te gusta la rutina y parsimonia de la exploración, que tome tu tensión, que escuche tu pecho, tu pulso, tu temperatura. Aunque sabes que no encontraré ningún dato alterado. Ningún número extraño. Ningún dato de alarma.
Pero te complace.
Sólo mi voz y mi presencia, acogiendo tu temblor, tu miedo, tu angustia.
Sólo mis manos, subiendo las persianas, levantándote, acercándote a la luz del mediodía, para que te empape. Para que recuerdes que eres luz y vuelvas a casa.
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